domingo, 10 de febrero de 2008

Empiezo una novela que nunca terminaré

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Recorre los trescientos primeros metros silbándole el aire y su musiquita al suelo, los dos pies alineados y especulando con el equilibrio que pudiera hacerse sobre el cordón de la vereda, que es como una línea. Piensa que debe tender a juntarse con la calle o con el cielo. Piensa en escribirlo.
Saluda a algunas vecinas a cuál más vieja, recuerda sus polleras durante otros doscientos metros y, finalmente, posa sus dedos índice derecho y anular derecho sobre la primera de las barras metálicas de la reja de su casa y los arrastra hasta la puerta. La casa que fue de sus padres y hoy es sólo la casa de su madre.
Arriesga, elucubra un poco y vuelve a arriesgar cuando una mirada en el espejo le pregunta sordamente los motivos del malhumor de Cecilia; no acierta. Cecilia ha llegado del puerto a las seis y seguramente una hora antes ya habrá sentido el peso del trabajo a realizar en la semana sobre los hombros apenas unos días descansados. Vuelve a cruzarla en el pasillo y no pregunta, y ofrece un té y ofrece también unas pocas galletitas que le quedaron del desayuno y que ya saca de la mochila. Comparten.
Comparten las galletitas y unas pocas anécdotas, que sirven para limpiar el aire de la cocina pero sobre todo el aire de las cabezas suya y de su madre de ese olor tan asqueroso y maloliente que todo lo envolvía. Se levantan ya riendo por algún mal chiste siempre hecho en torno de sus propias incapacidades. Caminan alrededor de la mesa redonda que han comprado unos meses antes de la muerte del abuelo, y en la reflexión que hace de aquél caminar tan de monólogo le viene a la cabeza el abuelo con su barba medio gastada de tan vista. La catarata la tenía en el ojo izquierdo. (Duda cuando se acuerda.)
Cecilia, que mira la hora automáticamente cada veintisiete minutos como por arte de magia, le avisa que se le hará tarde para la visita diaria al doctor. El doctor se llama Ramiro y canta siempre mientras lo atiende. Debe verse tan lindo mientras canta, piensa, pero no lo sabe ni posiblemente nunca lo sabrá por culpa de ese miedo que quiere volverse dolor en su cabeza pero que bien sabe que es sólo una impresión fundada en las regiones donde las pasiones empañan un poco los cristales de la razón.
De todos modos se anuda la corbata de ir al médico como le han enseñado por la mañana y sale con prisa. Como todos los días, llega temprano y se aburre en la sala de espera. No lee, no mira por el ventanal. Camina el recuerdo de sí mismo por los cordones de sus recuerdos logrando un equilibrio perfecto. Se oye la musiquita del doctor Ramiro barrileteando en el viento que sopla un dios vuelto ventilador de techo. Mente en blanco: no reflexiona; Dios existe; la vida es bella; acaso sea eterna.
Entre, entra, cierra despacio y mira. Mira todo; mira bien; mira y de tanto mirar no siente el olor a miedo que se avecina. Inconcientemente se recuesta boca abajo en la camilla y el doctor le avisa. Vuelve atrás un poco el tiempo y se acuesta boca arriba, atento. Cierra los ojos, huele; huele a pájaros podridos bajo tierra, enterrados por un perro nervioso. Se enerva. Los párpados contienen las lágrimas que su cerebro manda que broten.
Un dedo toca un labio. Siente frío.
Cierra un puño y ocupa la nada que había entre el puño y el miedo; aprieta. Grita, muerde, ruge. De a poco el llanto le sana el alma y lo acostumbra. Bendito acostumbrarse al dolor, piensa, y entiende que puede pensar y que eso también es costumbre y es miedo. Sonríe. Reflexiona sobre la actitud de no responder a la pregunta del doctor: ¿qué pasa? (Qué pregunta imbécil, doctor, correspondería.) No; en cambio, silencio y sonrisa y sensación de singularidad y hasta de superioridad: todo en este segundo prolongado. Situación de percepción absoluta del tiempo, un instante eterno, abrir de ojos segundario que atormenta de tan claro. Multiplicación de los colores: dilucidar de las fuerzas de la física óptica, leve (levísima) nostalgia de la ignorancia, visión de un choque muy, muy fuerte que rompe cada color en todos los colores. Desencanto de la vida que se conoce. Padecimiento de la propia razón, desconfianza. Llanto eterno del alma.

Se levanta y apoya sólo las puntas de los pies. Mira, y aunque no cree siente que rezar le haría morir un poco más tranquilo y que no rezar le hará morir un poco más nervioso, pero siente que morirá de todos modos. Baja la vista y ve Juan cómo la flor que está dibujada sobre la alfombra, en el centro de la habitación, se va marchitando muy de a poco.

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