miércoles, 19 de enero de 2011

la farmacia es mágica

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Hallábame yo descansando en el prado, tirado panza arriba y descalzo, y con uno de esos yuyitos que la gente se pone en sus bocas sólo para dar impresión: codicia de ser dedicados con un pensamiento. Serían las seis de la tarde y el sol se dormía de a poco, y a los "sinsentido" como yo nos daba un espectáculo soberbio. No es raro encontrar por el prado a los solitarios y a alguno que otro grupito de chicas frescas haciendo un pic nic, “preciosas” tanto como “de otro rango”. No tengo prejuicios; me acerqué a hablarles, pero a nadie le importan los boludos y eso el boludo se lo gana. Por un lado, quién como yo puede pensar que iniciarles esa charla era el principio de grandes destinos; por otro, quién como yo puede llorar cuando descubre que era un sueño, que efectivamente sigue siendo el mismo perdedor. Lloré, creo que hasta gemí. Corrí. Debe ser que como yo lloraba, se puso a llover, y como yo corría, todo se puso más ligero. En el estanque, los patos comenzaron a revolverse, y todos los ratones del universo se escondieron en unos cuántos metros cuadrados de pajonal. En la calle, los colectivos que se escapaban sin remedio. Hasta los supermercados cerraron. Siendo mi destino ese desamparo, no podría demorar en tomar la decisión de meterme en el primer lugar que encontrara en condiciones. Y hete aquí que fue un comercio. Y heme aquí que fue una farmacia. Me acordé de un amigo, que es droguero y kirchnerista, y pedí un poco de alcohol fino. El farmacéutico era un viejo chiquitito, más petiso que yo y delgado como una marioneta. Tenía el pelo poco y blanco, a los costados, encima de las orejas. Tenía la cara más fresca que todas las lechugas recién cosechadas del mundo. Algo que no debe ignorarse es que tenía el bigote que usaba Guy Williams cuando protegonizó la famosa serie “El Zorro”, pero blanco. Sin decir una palabra se dio vuelta, se agachó y extendió su brazo hasta un banquito de madera que le permitió ponerse a mi altura. Yo no tengo prejuicios, pero este viejito era en verdad un personaje curioso. Me saludó con su voz aguda y con alegría, como si no supiese nada del caos que yo acababa de desatar. Quise hacer caso omiso de mis ganas de quedarme delirando con el viejo, primero porque estaba loco de remate (eso era evidente y no hacen falta pruebas) y luego porque definitivamente yo no estaba en condiciones de “despejarme un poco” (venía cebado). Él bajó del banquito y corrió con muchísimos pasos cortísimos hasta la puerta, se puso en posición de combate y dijo “No pasarás.” “Menuda jodita”, pensé. Ahí sonreí, y fue cuando la tormenta se volvió llovizna. Como no me vería muy convencido, pienso, me agarró de la muñeca y me llevó a una habitación contigua. Las paredes estaban recubiertas de estanterías metálicas ni grises ni marrones, pero no puede decirse que esas sean respuestas incorrectas a la pregunta: ¿de qué color eran las caras de las personas que estaban allí dentro? Efectivamente, había tres personas más ahí, cuya presencia yo no hubiera pasado por alto antes si ellos no hubiesen estado amordazados y atados, sentaditos en el suelo. Un gordo marronáceo, con su traje desprolijo y marronáceo, con anteojos grandes igual que sus cachetes; una señora ejecutiva, del estilo milf tentadora encajetada y entrajada para alguna reunión con un secretario que le servirá de macho o con un farmacéutico endemoniado que la secuestrara; y un flacucho chupado y con corbata, mediocre oficinista sin duda, rutinario del carajo, que se hallaba de pie en un rincón pero sin poder moverse a un lugar que no fuera el piso. Les eché una mirada desatenta a los tres, bien primera impresión, y vi cómo cada uno de ellos me estaba dedicando una mirada que era el sentido de sus vidas en ese momento. Vi el terror, afuera el cielo mostró estrellas y planetas. Y entonces apareció el farmacéutico preguntándome si yo sabía disparar, con una pistola en la mano derecha y un almohadoncito en la otra. “Tengo aquí un contrato -comenzó diciendo- que dice que vos tengas la posibilidad de resolver esta situación -minuto de silencio-. El arma tiene una bala; yo aquí tengo dos más para darte, si las querés. Básicamente, y para ser claros y no dar más vueltas, tenés que elegir si salvarlos a ellos o no. Tenés por opciones la primera, que es usar tu bala para salvarlos, y que por supuesto implica que te ganás un favor pendiente de ellos hacia vos para cuando vos lo dispongas: tres favores -minuto de silencio-; o la segunda, que es usar tres balas, ganarte un favor mío, y todos contentos. Vos elegís.” Afuera la noche se estaba poniendo tranquila; adentro, copada.
Todo esto me pasó en Aller del Bosquets, Francia, y era lo que estaba buscando.



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