martes, 22 de enero de 2008

Llovía

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Llovía. Estábamos jugando, dejándonos soñar sueños que se sueñan despiertos. Paula contó (aunque no le creímos) que en el suyo había un árbol muy grande lleno de flores y hojas, un mantel tirado bajo su sombra, una mujer, una mariposa que se apoyaba en la punta de su nariz. Cada tanto parpadeaba más de lo normal. Evidentemente estaba guardándose una parte del sueño para ella sola. Dijo que era un día de sol, hizo sonar las uñas ocho o doce veces contra la mesa de pino y otra vez se recostó sobre el respaldo de la silla. Algunos todavía pretendíamos estar dormidos pero escuchábamos. Siempre era agradable descubrir (para algunos) que los otros también soñaban, o incluso (para los demás) que también soñaban estupideces.
Ricardo contó, también. Su sueño era más imbécil aún: ahí sí llovía; él (con el cuerpo de otro, la cara de un tercero, ...) iba corriendo desesperado, convencido de que alguien lo perseguía para matarlo; llegaba agitado hasta el borde de una anchísima avenida (“entre cinco o siete carriles para cada lado, debía tener”) que, al comenzar a cruzarla, crecía y crecía, y era cada vez más y más ancha; tan aterrado corría en el sueño que, de tanto mirar atrás, no vio que se acercaba un auto a toda velocidad que lo dejó hecho pelota (“ni siquiera llegué a soñar bien qué auto era, mirá si vendría rápido”). El sueño era eso, y Ricardo estaba plenamente convencido de que tan inmensa idiotez encerraba un significado secreto o una moraleja.
- Por estar preocupado por escaparle a la muerte por un lado... te agarró por el otro – remató Patricia con la garganta ya torpe por la hora y la curda.
- ¡Por el orto, te agarró! – algunos rieron. Yo, mientras tanto, pensaba que era una tristeza estar perdiendo el tiempo de ese modo.
Despacio, fuimos cansándonos de los sueños; alegremente, sin embargo, algunos insistieron en que debíamos completar toda la ronda. Cuando estábamos a punto de terminar me llegó el turno. Me limité simplemente a llenarme el vaso de whisky hasta arriba y me quedé observándolo con las mejillas infladas. Era divertido verme reflejado, deformado, amarillento, sabroso, de a poco, cada vez más frío y deseable y deseado. La verdad es que me daba vergüenza contar la boludez que había soñado, como me da vergüenza contarlo ahora y en todos los días de mi vida.
- Dicen que si lo cuento no se me cumple – dije, y no me tomé el whisky enseguida para no arrepentirme demasiado pronto.
Como si fuera inevitable, algunos callaron, otros cerraron los ojos, Patricia puso un disco de Piazzola y Marcelo bailó con quien pudo. En esa época nos gustaba escuchar discos hasta muy tarde, irnos a dormir bien borrachos y con las piernas sobre la almohada. No era ni rebeldía ni ignorancia, sólo cansancio. Cansancio de los mismos amigos y de las mismas situaciones, mezclado tal vez con la falta de atrevimiento para dejarlos atrás congelados como un puñado de recuerdos. Estábamos cansados pero la vida seguía su curso; hoy éramos el eslabón que seguía al de ayer; y mañana, al de hoy.
Alguna vez –esto es cierto– hice intentos desesperados por no volver a sentir nunca esa lástima de mí mismo, pero tanta puta costumbre no puede pasarse por encima con una simple voluntad. Contamos historias, damos consejos, los escuchamos o simulamos que los escuchamos; así se nos pasa la vida entre copas y cosas que nunca nadie deja escritas. Es todo pérdidas.

lunes, 21 de enero de 2008

Viaggio nel tempo

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Ayer por la tarde subí a este mismo colectivo. No quiero decir que subí a uno de la misma línea; ni siquiera que subí a uno de la misma línea que tenía la misma patente que este. (Cauldfield estaba seguro de que nosotros mismos no éramos imperturbables, sino que cada cosa que nos pasaba nos hacía diferentes. Debe pasar lo mismo con los colectivos, como con las lanchas y los aviones.)
La cosa es que ayer me subí a este colectivo. Fue por la tarde, y lo aclaro para que nadie se piense que sólo pretendo sorprenderlos con una gracia estúpida como es decir que ahora son las cero horas y cinco minutos del martes en que me he sentado a escribir en el colectivo. Realmente mi proyecto es más ambicioso y considerablemente menos probable.

Como cada viaje, sólo miré mi boleto cuando estuve acomodado en mi asiento individual. Me fijé en el número, la hora; calculé a qué hora llegaría a mi casa, repasé el número y leí el código del chofer y la fecha. Después, restándole importancia (por falta de algo excepcional) a lo que acababa de hacer, miré por la ventanilla. El escenario era conocido…
Durante una de las miradas que, como relámpagos, suelo dedicar al interior del colectivo, me detuve en un boleto de nadie, que su último –único- dueño había dejado enganchado en el respaldo del asiento que estaba justo delante del mío –del nuestro. Clavé los ojos directamente en un costado de aquél boleto y percibí inmediatamente la falla. A pesar de que era de unos pocos minutos antes que el mío, tenía impresa con tinta clara la fecha de mañana. O la de hoy: el boleto dice y decía “veintiuno de octubre de dos mil seis”. El mío, en cambio decía claramente “veinte”; sin embargo, al desenrollarlo cuidadosamente descubro que el boleto que compré el lunes veinte de octubre dice ahora “veintiuno”.
Hace casi una hora, con toda la desesperación que merece mi descubrimiento dando vueltas por la cabeza, comencé a escribir que “Mañana me he subido a este colectivo”, lo que encierra serias contradicciones semánticas. Analizándolas, por suerte, di con la luz: yo no he subido en el colectivo un día después del día en que he subido; he, sencillamente, viajado en el tiempo. Inmediatamente surgen otras tantas preguntas sobre la naturaleza de mi viaje, y pienso si habré perdido las cosas que tenía que hacer ayer (ayer que era hoy) o si habrá alguna manera de realizar el viaje inverso voluntariamente.
Sonrío, tratando de engañar a los nervios que me provoca este naufragio que describo, e invoco a Holden Cauldfield (quien decía que las cosas no deben contarse nunca) mientras trato de dormir un poco.